sábado, 10 de mayo de 2014

El secreto de las flores felices.

La inmensidad del verde prado la abrumaba. Bianca corría eufórica entre la naturaleza, sintiéndose en casa. De vez en cuando, sintiéndose mareada después de tantas vueltas que daba, se paraba a observar la gran variedad de flores que había en ese descampado. Las miraba detenidamente, como si le fuera la vida en ello, examinándolas milímetro a milímetro. La pequeña niña era curiosa, más de lo usual entre los críos de su edad.
De tanto en tanto, cansada de tanto corretear, saltar, investigar flores nuevas y dar vueltas hasta no distinguir el verde de su alrededor, se tumbaba en el mullido césped, con cuidad de no mancharse mucho el vestido azul celeste que lucía. Bianca era un culo inquieto, como bien habréis podido apreciar en líneas anteriores. Pero a veces dejaba de serlo para convertirse en una tranquila mariposa, que volaba ligera y tranquila entre el bullicio y la locura de las horas que se desarrollaba a su entorno. Ella era la mariposa más peculiar que nunca conoceréis.
Cuando ya llevaba rato viviendo y sintiendo, se dio cuenta del terrible suceso. A causa de las manchas de barro en sus rojos zapatos nuevos, se puso a llorar desconsolada. Y empezó a dar patadas. Y las manchas se multiplicaron. Y el barro le salpicó las blancas medias que llevaba. Y le manchó su vestido favorito. Y gritó, gritó fuerte, lo más fuerte que pudo.
Su abuelo la oyó gritar, llorar y hasta aullar. Porque, aunque aún no lo supiera, acabaría siendo una loba. El sexagenario hombre salió corriendo –como pudo dada su poca resistencia- a consolar a su única nieta. Pero cuando llegó era demasiado tarde. Tenía los ojos tristes e inundados de dolor. Tenía los zapatos destrozados. La ropa, totalmente estropeada.
Se le acercó lentamente como quien no está seguro y se acerca temeroso a una bestia demasiado peligrosa. Aún puedo hacer algo, pensó al ver la cara de niña pequeña que tenía. La cogió por los hombros ya seguro de sí mismo y le empezó a contar secretos sobre el mundo, cosas que nunca antes habría sido capaz de imaginar. Poco a poco, ricitos de chocolate se fue calmando; entre los sollozos y gritos se producían cada vez intervalos más largos. Las lágrimas habían dejado de competir por sus mofletes. El brillo de sus ojos había dejado de ser producto de las lágrimas y era un brillo de ilusión.
Bianca nunca volvió a quejarse por sus zapatos manchados o su vestido favorito hecho un harapo. Su abuelo falleció al cabo de pocos meses de aquel día. Ella creció y nunca le contó a nadie el secreto de las flores felices. Y el secreto nunca logró ser descubierto por ningún ser que haya pisado la Tierra hasta el momento.
Por eso, envidiosos que somos, matamos a todas aquellas flores que nos parecen felices, regalándoles su felicidad a otros, que acaban luciéndolas en un jarrón en el salón.
¿Acaso no podemos dejar que las flores sean felices y duerman tranquilas, sin la preocupación de que cualquiera puede matarlas en ese mismo instante?

2 comentarios:

  1. Supongo que somos tan egoístas, que nos aprovechamos de la felicidad de las flores para apaciguar nuestra tristeza. Gran entrada.

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    1. Siempre he dicho que el ser humano es egoísta, así que te doy la razón. Gracias.

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