sábado, 25 de enero de 2014

Luna se llamaba.

Su sonrisa amanecía al este de su rostro.  Y anochecía por su oreja oeste.
Por las noches te daba la espalda, para que contemplases los lunares de otra galaxia que coleccionaba.
Entre pesadillas, las nubes que tenía por ojos llovían. A veces chispeaban, otras causaban una tormenta con truenos que huían de su boca.

Cada mañana te despertaba con esos labios margarita que tanto adoraba usar contigo (hasta que encontró otro astronauta al que regalarle sus estrellas). Nunca se te ocurrió pensar que sus ‘siempre’ tenían los atardeceres contados (112, para ser exactos). Sí, para que luego acabaras llamando a emergencias susurrando una noche entre sollozos un ‘la he perdido’, y colgaras luego en un suspiro que podría hacer volar muchos pétalos.

2 comentarios:

  1. Buah, que metáfora más bonita, me ha encantado este relato. Tu manera de comparar ha sido... Increíble.

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