Su sonrisa amanecía al este de su
rostro. Y anochecía por su oreja
oeste.
Por las noches te daba la espalda, para
que contemplases los lunares de otra galaxia que coleccionaba.
Entre pesadillas, las nubes que tenía
por ojos llovían. A veces chispeaban, otras causaban una tormenta con truenos
que huían de su boca.
Cada mañana te despertaba con esos
labios margarita que tanto adoraba usar contigo (hasta que encontró otro
astronauta al que regalarle sus estrellas). Nunca se te ocurrió pensar que sus ‘siempre’
tenían los atardeceres contados (112, para ser exactos). Sí, para que luego
acabaras llamando a emergencias susurrando una noche entre sollozos un ‘la he
perdido’, y colgaras luego en un suspiro que podría hacer volar muchos pétalos.
Buah, que metáfora más bonita, me ha encantado este relato. Tu manera de comparar ha sido... Increíble.
ResponderEliminarWow *--*
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