Pese
a ser un día terrible y sumamente lluvioso las calles estaban llenas de gente.
A causa de la lluvia, todo el mundo iba rápido, sin fijarse en el de al lado –
al que le acababan metiendo el paraguas en el ojo-, sin prestar atención en los
demás – a los que mojaban en un intento de correr hasta la oficina.
La
mayoría de los paraguas eran de colores apagados u oscuros, creando así una
monotonía cromática aborrecedora para mí. Abundaban los adultos en ese baile de
personas (era un baile un tanto peculiar puesto que no tenían pasos marcados,
pero era un baile).
Entre
tanto gris-negro-azul marino se asomaban paraguas que destrozaban la
homogeneidad con su vivo color rojo, amarillo o naranja, desentonando del
resto, cantando otra canción, mucho más alegre a diferencia de ese canto fúnebre
que entonaban los paraguas fríos.
Fijándote
en las personas, aunque mejor llamarlas personitas, que llevaban dichos
paraguas, eran iguales, llenos de vida y colores cálidos (y no me refiero a la
ropa). Eran niños pequeños, con sueños y sin preocupaciones, con botas a
conjunto de los paraguas, enfundados en chubasqueros chillones, con las
cabecitas cubiertas por capuchas más grandes que ellos, llegándoles hasta la
nariz. Algunas gotas, rebeldes y derribando todas estas múltiples fronteras que
les imponen las madres de los pequeños, logran colarse y resbalar por su
frente, bajando por el tobogán de su nariz, tirándose por el precipicio hasta
su boca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario