domingo, 30 de marzo de 2014

Un poco de vida entre tanta muerte gris.

Pese a ser un día terrible y sumamente lluvioso las calles estaban llenas de gente. A causa de la lluvia, todo el mundo iba rápido, sin fijarse en el de al lado – al que le acababan metiendo el paraguas en el ojo-, sin prestar atención en los demás – a los que mojaban en un intento de correr hasta la oficina.
La mayoría de los paraguas eran de colores apagados u oscuros, creando así una monotonía cromática aborrecedora para mí. Abundaban los adultos en ese baile de personas (era un baile un tanto peculiar puesto que no tenían pasos marcados, pero era un baile).
Entre tanto gris-negro-azul marino se asomaban paraguas que destrozaban la homogeneidad con su vivo color rojo, amarillo o naranja, desentonando del resto, cantando otra canción, mucho más alegre a diferencia de ese canto fúnebre que entonaban los paraguas fríos.
Fijándote en las personas, aunque mejor llamarlas personitas, que llevaban dichos paraguas, eran iguales, llenos de vida y colores cálidos (y no me refiero a la ropa). Eran niños pequeños, con sueños y sin preocupaciones, con botas a conjunto de los paraguas, enfundados en chubasqueros chillones, con las cabecitas cubiertas por capuchas más grandes que ellos, llegándoles hasta la nariz. Algunas gotas, rebeldes y derribando todas estas múltiples fronteras que les imponen las madres de los pequeños, logran colarse y resbalar por su frente, bajando por el tobogán de su nariz, tirándose por el precipicio hasta su boca.

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