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¿De cuántos besos está hecha una
mandarina?
Su voz me despertó de mis ensoñaciones. Estaba
sentado en el mullido sillón de terciopelo verde. No estaba pensando en nada
concreto, sino divagando entre ideas que florecían en el jardín de mi mente.
Aparté la mirada del gran ventanal que se abría ante la locura de la gran
ciudad. Los ruidos de la vida latiente en las calles entraban por la pequeña
ranura que había dejado abierta al mundo.
Me levanté con pocas ganas de hacerlo,
cerrrándome al mundo. Me acerqué a la mesa en la que se hallaba la pequeña
rizos de oro sentada.
-
¿Qué dices, Oli? – le pregunté a la vez
que la despeinaba suavemente.
-
¡Para, Pablo! – me gritó mientras
intentaba pegarme sin mucho éxito.
Me alejé, dirigiéndome a mi
habitación, ubicada en el fondo del estrecho pasillo que se alejaba del
comedor. A lo largo de mi corto camino podía oír como Olivia se enfurecía por
haber esquivado las dudas existenciales propias de una niña de ocho años. Al
entrar en ese pequeño santuario me tumbé en la cama hundiéndome por enésima vez
en mis pensamientos. Y, como siempre, me puse a mirar por la ventana. La vida
allá fuera me intrigaba. Llevaba meses sin salir de casa. Y no me hacía falta
hacerlo. Si tan importante era en la vida de los demás, ya se arrastrarían
ellos. Yo no tenía intención de hacerlo, después de lo jodidas que tenía las
rodillas de suplicarles y rogarles.
El
ajetreo de la ciudad hacía ruido. No era un ruido ensordecedor. Era un ruido
acompasado, con ritmo y tempo. Hasta parecía una melodía de famosos
compositores. Y lo era. Era vuestra melodía. La melodía de aquellos que no se
asustan ante la vida, de aquellos que salen a la calle a jugársela, de aquellos
que luchan hasta la muerte, mirándola de frente sin ningún miedo presente. Vuestra
y no mía.
Siempre
había estado una persona de interiores, más que de exteriores. Una persona que
había encerrado todos los males en un lugar oscuro dentro de sí mismo, para no
preocupar a nadie. No era de exteriorizar el dolor, la tristeza y la soledad en
llantos, sollozos y gritos. Era de interiorizar el dolor y hacer que se
perdiera dentro de mí. Últimamente aquella interiorización había ido a más. Y
la cerradura cedió. Y los males salieron.
Me
miré en el espejo. Había adelgazado en todo ese tiempo. Mis brazos empezaban a
parecer fideos y las costillas parecían flotar entre el mar de la piel pálida a
causa de la poca luz solar que me había dado. Mis pintas de vagabundo se veían
reflejadas. Mocasines gastados, barba de demasiados días, pelo despeinado y
mugriento, jersey holgado con algún que otro agujero, pantalones demasiado
largos con los bajos rotos. Estoy seguro de que si me hubiera sentado en alguna
esquina hubiera pasado por un mendigo.
Entré
en el baño y me duché con agua fría. Me vestí con mis mejores galas aunque a
los demás no les pareciera adecuado, puesto que no parecía ser ningún día
especial. Me arreglé y volví al comedor.
Olivia
seguía sentada en unas de las cuatro rojas sillas. Pero esta vez estaba
dibujando.
-
Una mandarina está hecha de todos los
besos que tú quieras darle. No importa que sean muchos o sean pocos, tú decides
– le respondí cogiéndola cual saco de patatas.- Y ahora vámonos al parque, es
hora de comernos esa mandarina de millones de besos, de jugar sin miedo a
caernos del columpio, de tirarnos del tobogán a toda leche, sin frenos ni
paracaídas, de desordenar la arena, de romper las normas que te han impuesto
los mayores. A la de ya.
Ella reía. Reía fuerte, tanto que parecía
que fuera a romper las cortinas de tristeza que lucían mis ventanas interiores.
Gritaba flojo, para que solo yo la oyera. Sí, aunque creyeran que ellos también
la oían, no era así, eso no eran más que meras ilusiones.
Que hermoso escribes. Tienes un talento como no he visto en ninguna otra persona.
ResponderEliminarOh, muchísimas gracias, aunque no creo que sea así ni de lejos.
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