jueves, 24 de abril de 2014

Un atípico Papá Noel.

Me apoyé en la repisa de la ventana, como tantas otras veces había hecho hasta entonces. Me gustaba mirar a la gente, contemplar los pequeños detalles imperceptibles para aquellos poco observadores.
En la acera opuesta a mi casa divisé a mi vecino, un anciano viudo de unos setenta años que vivía solo. Empecé a fijarme en él, observándolo escrupulosamente, como si quisiera hacer un retrato suyo posteriormente. Una cabellera canosa le llegaba hasta los hombros, como si desde la muerte su mujer no hubiera querido cortarse el pelo o no se hubiera atrevido a coger las tijeras y hacerlo él mismo. El paso del tiempo había hecho mella en su rostro, cubierto por una piel arrugada y seca, rostro bastante deseado por las jovenzuelas de la ciudad entera décadas atrás. La composición de su cara, para entonces, se había vuelto un tanto peculiar. Parecía que le hubieran arrancado la nariz y se la hubiesen intentado pegar sin fijarse mucho en su posición original, pues esta ocupaba el centro de su cara, abusando de protagonismo, sin dejar espacio a los ojos. Estos últimos, pobres, habían tenido que achinarse para poder ver bien, ya que más espacio no podían ocupar puesto que el suyo estaba ocupado por esa abominable nariz. Más abajo, se podía intuir una pequeña boca, perdida entre la marabunta de pelos que pintaban de blanco su semblante, formando así un bigote y una barba considerables. Unas prominentes orejas sobresalían entre el mar blanco que también cubría su cabeza, como dos boyas, alertando a los marineros que se acercaran de que allí debajo, sumergida, se hallaba una cabeza.
Era un hombre bajito y no precisamente delgado, debido a las comilonas de los domingos (comilonas que a veces se pasaban a todos los días de la semana). Pese a la ausencia de estas grandes comidas que le hacía su difunta esposa, el anciano conservaba la barriga intacta. Tenía un poco de joroba e iba siempre apoyado en un bastón de madera. Pero aquel día no se aguantaba en ese artilugio ni iba tan jorobado como de costumbre. Pese a llevar una indumentaria totalmente inusual, un pijama rojo chillón, iba erguido y altivo. Raro en él aquellos últimos meses, ya que siempre iba cabizbajo, musitando insultos contra el mundo y mirando de reojo a los demás a su alrededor. Era de aquellos abuelos cascarrabias que hay en todo vecindario.
Sí, se parecía a Papá Noel. En el hipotético caso de que no llegase a fin de mes, podría ganar algo reemplazando a esos Papá Noel de pacotilla, con barbas falsas que no daban el pego ni engañaban a los más pequeños. Recuerdo que cuando nos mudamos aquí pensaba que el vecino era Papá Noel y por eso siempre le daba galletas. También me acuerdo de aquellos momentos en los que les preguntaba a mis padres si podía ir a su casa a leerle mi lista de regalos, dado que, mintiendo siempre, afirmaba haberme portado muy bien aquel año. Mis padres, como era de esperar aunque yo no lo entendiera aún, se negaban rotundamente. Como buena y obediente hija que era, me encargaba cada año, días posteriores a la rotunda negativa de mis padres, de hacerle saber cuales eran mis preferencias en juguetes arrojando una carta en su buzón.
Y mi querido y peculiar Papá Noel hizo una cosa bastante inesperada y chocante aquel día. Nadie se lo hubiera imaginado antes. Ahí, delante de mis ojos. Antes de lograr su objetivo, me miró y me dedicó una agridulce sonrisa, con un toque de sonrisa de malo de la película.
Dio un paso adelante y se arrojó al suelo, justo cuando un camión pasaba. Este, intentando esquivar a la posible víctima, solo hizo que el accidente – que no era especialmente un accidente- fuera más desastroso aún. El vehículo chocó contra dos coches que se hallaban en un lateral aumentando la gravedad del asunto.
La sangre empezaba a abundar en esa escena. Me quedé paralizada frente a la ventana. Se oían gritos y ruidos. Habiendo perdido la noción del tiempo, pude distinguir unas sirenas en medio de tanto barullo. El miedo me abrumaba y no podía pensar con claridad.
¿Qué se suponía que debía hacer yo que había visto claramente que aquello no había pasado accidentalmente? ¿Debía decir la verdad aun sabiendo que no harían caso a una niña de once años? ¿Debía callarme y hacer como si todo hubiera sido un mero accidente de tráfico de los muchos que ocurren en la ciudad? ¿Acaso era yo alguien para hacer público el secreto de aquel viejo hombre? ¿Acaso tenía yo derecho de descubrirles a los demás la verdad? ¿Y si él quería que yo guardara su secreto y no lo dijera bajo ningún concepto? ¿Y si él quería que yo lo gritara a los cuatro vientos como se suponía que era lo que haría una niña pequeña?

Dudas, preguntas, más dudas y más preguntas. Preguntas que nunca serían respondidas y dudas que nunca serían resueltas. Porque quien muere, no vuelve. ¿O sí?

2 comentarios:

  1. Tengo que felicitarte, por todas tus entradas y todos tus tuits. Nunca te he dicho lo mucho que me gusta leerte, o eso creo. Y esta entrada me ha fascinado tanto que he sentido la necesidad de hacerlo. Es distinta a la que suele escribir la gente, es genial. Sigue escribiendo y llenándonos de historias.

    Un abrazo desde Mallorca.

    -Tokyo.

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    1. Muchas, muchas gracias, de verdad. Por eso mismo, por ser distinta, creo que es una de las que más me gusta, por haber dejado el amor alejado y centrarme en algo distinto. Por suerte o por desgracia, no dejaré de escribir, o eso espero.

      Besos desde Luna.

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