lunes, 26 de mayo de 2014

Reina de corazones.

Ella, reina de corazones.
No aceptaba un sí por respuesta, no le gustaba que le pusieran las cosas fáciles.
No soportaba las madrugadas a solas mas no quería que nadie la acompañase en sus momentos de mayor vulnerabilidad.
Jugaba a romper corazones a todo aquel que se interpusiera en su camino, sin necesidad de esconderse un as en la manga.
No amaba a nadie porque le habían robado el amor hacía ya tiempo, ahora era ella quien les robaba el suyo a los transeúntes que osaban romper en su reino.
En su baraja no había rey de corazones a su lado y tampoco era menester. Ella reinaba y ganaba sin ayuda de nadie, usando aquel pedazo de hielo que tenía en el pecho de arma.
Pasear por su territorio era la antesala a la muerte.
Ella, reina de corazones, te haría jaque mate hasta fuera de su reino.

miércoles, 14 de mayo de 2014

¡Quiero, quiero, quiero...!

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Quiero ser nocturna:
esconderme en la sombra oscura,
morir pero no hacerlo nunca.

Quiero ser locura:
descollar entre tanta cordura,
llegar a la demencia pura.

Quiero ser nueva:
aprender a dejar huella
como lo hizo aquella.

Quiero dejar de ser cobarde:
hacer lo que no me atreví antes,
por ejemplo, ser amantes.

Quiero ser café amargo
para beberme la vida de un trago
como si empezara el verano.

sábado, 10 de mayo de 2014

El secreto de las flores felices.

La inmensidad del verde prado la abrumaba. Bianca corría eufórica entre la naturaleza, sintiéndose en casa. De vez en cuando, sintiéndose mareada después de tantas vueltas que daba, se paraba a observar la gran variedad de flores que había en ese descampado. Las miraba detenidamente, como si le fuera la vida en ello, examinándolas milímetro a milímetro. La pequeña niña era curiosa, más de lo usual entre los críos de su edad.
De tanto en tanto, cansada de tanto corretear, saltar, investigar flores nuevas y dar vueltas hasta no distinguir el verde de su alrededor, se tumbaba en el mullido césped, con cuidad de no mancharse mucho el vestido azul celeste que lucía. Bianca era un culo inquieto, como bien habréis podido apreciar en líneas anteriores. Pero a veces dejaba de serlo para convertirse en una tranquila mariposa, que volaba ligera y tranquila entre el bullicio y la locura de las horas que se desarrollaba a su entorno. Ella era la mariposa más peculiar que nunca conoceréis.
Cuando ya llevaba rato viviendo y sintiendo, se dio cuenta del terrible suceso. A causa de las manchas de barro en sus rojos zapatos nuevos, se puso a llorar desconsolada. Y empezó a dar patadas. Y las manchas se multiplicaron. Y el barro le salpicó las blancas medias que llevaba. Y le manchó su vestido favorito. Y gritó, gritó fuerte, lo más fuerte que pudo.
Su abuelo la oyó gritar, llorar y hasta aullar. Porque, aunque aún no lo supiera, acabaría siendo una loba. El sexagenario hombre salió corriendo –como pudo dada su poca resistencia- a consolar a su única nieta. Pero cuando llegó era demasiado tarde. Tenía los ojos tristes e inundados de dolor. Tenía los zapatos destrozados. La ropa, totalmente estropeada.
Se le acercó lentamente como quien no está seguro y se acerca temeroso a una bestia demasiado peligrosa. Aún puedo hacer algo, pensó al ver la cara de niña pequeña que tenía. La cogió por los hombros ya seguro de sí mismo y le empezó a contar secretos sobre el mundo, cosas que nunca antes habría sido capaz de imaginar. Poco a poco, ricitos de chocolate se fue calmando; entre los sollozos y gritos se producían cada vez intervalos más largos. Las lágrimas habían dejado de competir por sus mofletes. El brillo de sus ojos había dejado de ser producto de las lágrimas y era un brillo de ilusión.
Bianca nunca volvió a quejarse por sus zapatos manchados o su vestido favorito hecho un harapo. Su abuelo falleció al cabo de pocos meses de aquel día. Ella creció y nunca le contó a nadie el secreto de las flores felices. Y el secreto nunca logró ser descubierto por ningún ser que haya pisado la Tierra hasta el momento.
Por eso, envidiosos que somos, matamos a todas aquellas flores que nos parecen felices, regalándoles su felicidad a otros, que acaban luciéndolas en un jarrón en el salón.
¿Acaso no podemos dejar que las flores sean felices y duerman tranquilas, sin la preocupación de que cualquiera puede matarlas en ese mismo instante?

viernes, 2 de mayo de 2014

Epitafio pueril.



Hoy he ido a mi tumba y me he regalado el ramo más bonito que he encontrado en la floristería de al lado de casa. He reseguido con los dedos el epitafio que escribí cuando era solo una niña de once años. Me he detenido a mirar la gran variedad de grises que hay en la piedra de la lápida, quitándole el polvo que se ha ido acumulando con el paso de los años.
Hacía tiempo que no iba a visitarme. Las flores de la última vez ya estaba más muertas que yo. La foto de aquella niña sonriente que lleva un vestido amarillo se había vuelto un poco amarillenta y su marco ha sufrido y se ha quedado agrietado.
Me imagino dentro de aquel ataúd de roble oscuro, tumbada, con los ojos cerrados, el rostro pálido, más que en invierno, con una leve sonrisa inocente dibujada en los labios, sin querer. Llevo mi vestido favorito, el amarillo de la foto, que me llega hasta la rodilla. Llevo mi castaña melena recogida en dos trenzas, con un lazo a conjunto con mi atuendo en cada una de ellas. Un collar de cuentas amarillas me rodea el cuello, adornándome. Los zapatos, como es de esperar, amarillos, con una hebilla que evita que salgan precipitados en alguna de mis carreras hasta la arena del parque.
Recuerdo el funeral como si fuera ayer. Estaba sola, no había ido nadie más, aunque tampoco era menester. Me hallaba llorándome a mí misma en un lugar frío y muerto.
Hoy no me he llorado. Me he sonreído y he dejado un suave beso en la foto de aquella niña que ya no era.
¿Cuántos cementerios de infancia deben haber?

“Muerte en vida.”