La
inmensidad del verde prado la abrumaba. Bianca corría eufórica entre la
naturaleza, sintiéndose en casa. De vez en cuando, sintiéndose mareada después
de tantas vueltas que daba, se paraba a observar la gran variedad de flores que
había en ese descampado. Las miraba detenidamente, como si le fuera la vida en
ello, examinándolas milímetro a milímetro. La pequeña niña era curiosa, más de
lo usual entre los críos de su edad.
De
tanto en tanto, cansada de tanto corretear, saltar, investigar flores nuevas y dar
vueltas hasta no distinguir el verde de su alrededor, se tumbaba en el mullido
césped, con cuidad de no mancharse mucho el vestido azul celeste que lucía.
Bianca era un culo inquieto, como bien habréis podido apreciar en líneas
anteriores. Pero a veces dejaba de serlo para convertirse en una tranquila
mariposa, que volaba ligera y tranquila entre el bullicio y la locura de las
horas que se desarrollaba a su entorno. Ella era la mariposa más peculiar que
nunca conoceréis.
Cuando
ya llevaba rato viviendo y sintiendo, se dio cuenta del terrible suceso. A
causa de las manchas de barro en sus rojos zapatos nuevos, se puso a llorar
desconsolada. Y empezó a dar patadas. Y las manchas se multiplicaron. Y el
barro le salpicó las blancas medias que llevaba. Y le manchó su vestido
favorito. Y gritó, gritó fuerte, lo más fuerte que pudo.
Su
abuelo la oyó gritar, llorar y hasta aullar. Porque, aunque aún no lo supiera,
acabaría siendo una loba. El sexagenario hombre salió corriendo –como pudo dada
su poca resistencia- a consolar a su única nieta. Pero cuando llegó era
demasiado tarde. Tenía los ojos tristes e inundados de dolor. Tenía los zapatos
destrozados. La ropa, totalmente estropeada.
Se
le acercó lentamente como quien no está seguro y se acerca temeroso a una bestia
demasiado peligrosa. Aún puedo hacer
algo, pensó al ver la cara de niña pequeña que tenía. La cogió por los
hombros ya seguro de sí mismo y le empezó a contar secretos sobre el mundo,
cosas que nunca antes habría sido capaz de imaginar. Poco a poco, ricitos de
chocolate se fue calmando; entre los sollozos y gritos se producían cada vez
intervalos más largos. Las lágrimas habían dejado de competir por sus mofletes.
El brillo de sus ojos había dejado de ser producto de las lágrimas y era un
brillo de ilusión.
Bianca
nunca volvió a quejarse por sus zapatos manchados o su vestido favorito hecho
un harapo. Su abuelo falleció al cabo de pocos meses de aquel día. Ella creció
y nunca le contó a nadie el secreto de las flores felices. Y el secreto nunca
logró ser descubierto por ningún ser que haya pisado la Tierra hasta el
momento.
Por
eso, envidiosos que somos, matamos a todas aquellas flores que nos parecen
felices, regalándoles su felicidad a otros, que acaban luciéndolas en un jarrón
en el salón.
¿Acaso no podemos dejar que las
flores sean felices y duerman tranquilas, sin la preocupación de que cualquiera
puede matarlas en ese mismo instante?