Y de repente sientes que te ahogas. Sientes una presión en
tu cuello. Sientes que te estás ahogando y que nadie se da cuenta. Nadie puede
salvarte. Nadie puede oír tus gritos ahogados. Esos gritos que no llegan a ningún
lado. Esos gritos de socorro que no son más que gritos sordos. Gritos que solo
oyes tú. Gritos que solo resuenan en tu interior. Gritos que nunca salen de ti.
Gritos que permanecen en ti. Porque así quieres que sea, en realidad. No quieres
que nadie los oiga. No quieres que nadie oiga tus penas. Y te las guardas para
ti. Aunque sea peor. Porque no quieres preocupar a nadie. Y menos dar pena. Así
que coges esos gritos y los encierras en el fondo de ti. Para que nadie nunca
los llegue a oír. Y cuando sientes que te estás ahogando del todo piensas ‘¿qué
pasaría si abriera esa caja y salieran todos los gritos?’. Pero no lo haces. Prefieres
ahogarte. Es lo que has deseado siempre. Ahogarte y no volver a tener que salir
a la superficie. Quizá desaparecer. No estaría mal. Desaparecer. Suena bien. Aunque
solo fuera por un tiempo. Desaparecer.
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