lunes, 4 de noviembre de 2013

Desaparecer.


Y de repente sientes que te ahogas. Sientes una presión en tu cuello. Sientes que te estás ahogando y que nadie se da cuenta. Nadie puede salvarte. Nadie puede oír tus gritos ahogados. Esos gritos que no llegan a ningún lado. Esos gritos de socorro que no son más que gritos sordos. Gritos que solo oyes tú. Gritos que solo resuenan en tu interior. Gritos que nunca salen de ti. Gritos que permanecen en ti. Porque así quieres que sea, en realidad. No quieres que nadie los oiga. No quieres que nadie oiga tus penas. Y te las guardas para ti. Aunque sea peor. Porque no quieres preocupar a nadie. Y menos dar pena. Así que coges esos gritos y los encierras en el fondo de ti. Para que nadie nunca los llegue a oír. Y cuando sientes que te estás ahogando del todo piensas ‘¿qué pasaría si abriera esa caja y salieran todos los gritos?’. Pero no lo haces. Prefieres ahogarte. Es lo que has deseado siempre. Ahogarte y no volver a tener que salir a la superficie. Quizá desaparecer. No estaría mal. Desaparecer. Suena bien. Aunque solo fuera por un tiempo. Desaparecer. 

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